martes, 3 de febrero de 2009

LA PUNTUACIÓN CREADORA

Por: Heider Rojas


Entre los escritores no profesionales o que se están iniciando, es común encontrar buenas historias ahogadas en una maraña de comas y puntos –los signos más usuales– marcados por azar o a ciegas. Esas historias se las suelen dar a leer a los amigos, esperando oír de ellos una opinión sincera. Y con frecuencia estos encuentran que la puntuación constituye una sucesión de obstáculos cuya única función parece ser ponerles a prueba la paciencia y su fraternidad con el amigo, aficionado o cachorro de escritor.
Muchas veces, como ocurre con los defectos, la puntuación se ha marcado de manera inconsciente. Pero en no pocos casos el autor parece proponerse investigar si uno está dispuesto a aceptarlo, incluso a soportarlo, tal cual es: con sus virtudes y defectos.
Algunos, un buen número, van mucho más allá. Miran con desdén la puntuación. La consideran algo menor, un asunto de carpintería, de oficio, que cualquiera puede hacer sobre el texto concluido. Imaginan que es un trabajo material, propio de los correctores de estilo o de pruebas, a quienes se les paga no para crear sino para adecentar los textos, para ajustarlos a ciertas reglas tan relativamente útiles como lo puede ser el maquillaje en un rostro bello, expresivo y atrayente por naturaleza. Ningún despropósito los perturba. Más bien los hace sonreír, a unos incluso envanecerse, como si el azar en la puntuación fuera una forma de rebeldía, un espacio ganado de libertad, en sí mismo una forma creativa.
No es mi objetivo darles o negarles la razón. Sacralizar o desacralizar la puntuación. Sólo quiero esbozar su rol en la escritura creativa.
En ese sentido, que alguien se presente como aficionado a la escritura de ningún modo justifica una puntuación errática ¿Pues qué aficionado –pensemos en cualquier deporte o actividad–, se desinteresa por las reglas que gobiernan el objeto de su interés? Al contrario. El aficionado suele distinguirse porque se afana en conocerlas y termina siendo ducho, a su manera instintiva, en ellas. De hecho, es frecuente que adquiera acerca de las reglas conocimientos prácticos, útiles, y una paulatina habilidad para interpretar su aplicación, ya que eso le permite sentirse de veras inmerso en el ámbito de su afición y disfrutar de ésta con mayor intensidad. Sólo imaginemos a un aficionado al fútbol que no tenga idea de qué es el fuera de lugar, cuándo hay que marcarlo y sus consecuencias. Pobre espectador; va al estadio a ver correr cuarenta tipos en pantalonetas tras de un balón. Aunque es posible que en realidad no sea un aficionado al fútbol; que el objeto de su atención lo constituya el ambiente en las tribunas.
Ahora, si hablamos de principiantes, son algo más que aficionados. Dejaron la tribuna para meterse a la cancha. Y tienen a los espectadores mirándolos en las tribunas, enjuiciándolos, a la espera de algo que justifique su presencia en la cancha, su osadía de querer dejar el anonimato y el griterío común para solicitar su atención con la promesa de comunicarles algo original e interesante.
No se sabe aún si ese provocador cuenta con un estilo propio. Está a prueba. Tiene que mostrar su estilo y convencer que es atractivo y consecuencia de un talento especial. Y como hay pocos chances, habiéndosele dado la oportunidad está obligado consigo mismo a aprovecharla; tal vez no se le vuelva a presentar.
Pero dejemos la pasión sentimental del fútbol. Una deficiente puntuación dificulta la lectura, seguir el hilo de lo que se cuenta; la repetición de inconsecuencias corta la fluidez, fastidia y, bien pronto, hace perder el interés. Y si hay algo necesario para que una historia tenga la opción de ser leída y, aún más, de enganchar, es que la lectura fluya. Que, sin distractores, el lector pueda concentrarse en las incidencias de la narración.
Esa es una razón de conveniencia práctica que parece suficiente. Sin embargo, creo que hay otra, superior: el hecho de que, sin una puntuación sabia y talentosa, un estilo difícilmente da todo de sí. Porque la puntuación es un insumo imprescindible en la construcción de pausas y acentos, voces peculiares, emociones, tonos, reflexiones o acción. Supone formas de aireación del texto, de algún modo su respiración particular. La mejor literatura se impone frase a frase, oración por oración, y la extensión de cada una de las frases y oraciones, lo mismo que sus divisiones y relaciones, acotadas por la puntuación, generan la textura que agarra o decepciona.
Para evidenciarlo tomemos un ejemplo paradigmático que parece su negación. El monólogo de Molly Bloom, último capítulo de Ulises de James Joyce. El capítulo tiene 45 páginas, en la edición Fábula Lumen Tusquets de 1995. Y en sus 45 páginas, divididas en 8 grandes fases o párrafos, hay sólo un signo de puntuación marcado: un punto. El punto final.
Es la conciencia del lenguaje que tiene Joyce, patentizada al interior del Ulises mismo, lo que le permite prescindir de la marcación de signos, con un propósito definido: evidenciar el fluir de la mente. No obstante, aunque hay sólo un punto marcado –con una enorme carga significativa en su soledad–, los demás signos –las comas y los puntos seguidos, sobre todo– son perceptibles en la lectura. Surgen como declinaciones, pausas, giros que, sin estar fijos, obrando como posibilidades, hacen y deshacen frases y oraciones y multiplican la lectura. La ausencia formal de puntuación es aquí una forma de creación, inconsciente para Molly, pero deliberada, precisa, arquitectónica para Joyce. De suerte que, antes que ser un ejemplo de relegación de la puntuación, el monólogo muestra cómo su profundo conocimiento puede llevar a convertirla en un instrumento de potencia creativa.
“Yo creo”, señaló una vez Truman Capote, “que un cuento puede ser arruinado por un ritmo defectuoso en una oración –especialmente al final– o por un error en la división de los párrafos y hasta en la puntuación”. Y alguien dijo que un punto bien puesto es como una marca de hierro impresa en el corazón. El ejemplo del único punto marcado formalmente en el mundo de Molly Bloom nos lo confirma con brillantez.
Mayo 2008

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